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La verdad no se acomoda: entre la sensibilidad y el coraje iniciático


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“Buscar la verdad sin herir sensibilidades no es buscar la verdad, es buscar aprobación.”

Se confunde con frecuencia el respeto con la docilidad, la empatía con la omisión, el diálogo con la complacencia. Se predica la necesidad de “no herir sensibilidades” como si toda verdad que incomoda fuera, por ello, violenta o prescindible. Pero en ese marco, ¿qué tipo de verdad se puede decir? ¿Y qué queda del pensamiento cuando su única guía es no molestar?

La verdad, cuando es profunda, no es neutral. No se acomoda. No se disfraza. No se adapta a todas las miradas. Más bien se impone como una grieta, como una herida lúcida. Una verdad que nunca molesta es una verdad domesticada. Es ideología, dogma socialmente aceptado, fórmula de pertenencia. No cuestiona, no renueva, no transforma.


¿Empatía o necesidad de aprobación? Muchas veces no es la compasión lo que nos lleva a callar, sino el miedo. Miedo a no ser queridos. Miedo a perder el lugar que ocupamos. Miedo a ser vistos como conflictivos, duros, provocadores. Así, optamos por lo políticamente correcto, incluso dentro de espacios donde, supuestamente, se debería cultivar el pensamiento crítico.

Esta confusión tiene raíces profundas. La necesidad de aprobación es una forma de pertenencia, casi tribal, pero también una forma de autocensura que atenta contra uno de los pilares de la vida iniciática: la libertad interior. Y más aún, es una traición sutil al Oficio que pretendemos ejercer como masones: la búsqueda de la verdad, sea cual sea su coste.


La iniciación no es confort. La iniciación no es un rito de adhesión ni una ceremonia de integración social. Es un acto de ruptura interior. Un tránsito simbólico que, en su núcleo más íntimo, nos enfrenta con lo que no queremos ver. Nos obliga a mirar sin velo, incluso cuando lo que aparece duele, desconcierta o amenaza nuestras certezas; y en ese contexto, la incomodidad no es un problema: es una señal. Es la manifestación de que algo se mueve, de que algo está siendo tocado en su raíz. La incomodidad puede ser el síntoma de que la verdad ha sido pronunciada.

Las logias que pretenden evitar todo conflicto, toda fricción, todo cuestionamiento profundo, se convierten en templos de lo inofensivo. La armonía forzada, el consenso vacío, el elogio de lo “correcto”, terminan asfixiando la posibilidad de transformación. La logia se vuelve entonces espejo de una sociedad conformista, no su taller de reconstrucción simbólica.


La tradición como desafío. Desde Sócrates hasta Spinoza, desde Hypatia hasta Giordano Bruno, los buscadores de verdad han pagado el precio de su franqueza. Incluso dentro de la historia masónica, los grandes renovadores de la Orden, aquellos que sacaron a la Masonería de la superstición, del dogma, del clasismo o del nacionalismo, no fueron bienvenidos en su tiempo. Y sin embargo, gracias a ellos, el Oficio pudo avanzar.

Incluso los símbolos nos lo recuerdan: el Aprendiz no permanece siempre en la sombra. El Compañero no se contenta con la repetición. Y el Maestro no consagra el equilibrio superficial: levanta columnas sobre ruinas, acepta la muerte simbólica como paso previo al renacimiento.


¿Y entonces? ¿Debemos herir por sistema? ¿Convertirnos en heraldos de una verdad brutal y destructiva? No. El deber no es herir: es no fingir. La verdad no es un látigo, sino una antorcha. Pero como toda luz, proyecta sombra. Y ahí reside su poder. Decir la verdad con respeto no significa evitar que duela: significa evitar que humille.



Lo iniciático no es un camino de arrogancia intelectual. Es un camino de lucidez, que exige, sí, sensibilidad… pero también coraje. Coraje para hablar cuando lo fácil es callar. Coraje para sostener la palabra cuando se espera sumisión. Coraje para decir incluso cuando se arriesga la pertenencia.


Decir la verdad no es un acto de violencia, pero sí de desnudez. Implica quitarse el disfraz de la conveniencia. La Masonería no está llamada a agradar, sino a transformar. Y para transformar, hay que atreverse a nombrar. Aunque duela. Aunque moleste. Aunque rompa.

Porque si no decimos lo que vemos… ¿quién lo hará?

 
 
 

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